jueves, 27 de mayo de 2010

El liberalismo, enemigo de la Verdad


Por su formación y su ambiente intelectual, Juan Donoso Cortés ignoró el gran renacimiento tomista de su tiempo, y como dice Menéndez Pelayo, "no duda en sacrificar lo exacto y preciso a lo brillante", pero sin duda fue un polemista genial. Su análisis del liberalismo, con un estilo de inspiración francesa, muy dado a las metáforas y ejemplos históricos, no puede llamarse de otra forma sino precisamente brillante. En una de sus muchas frases aforísticas de gran plasticidad, afirma de forma certera: "Esta escuela no domina sino cuando la sociedad desfallece; el período de su dominación es aquel transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, y está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema" (Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo).

Efectivamente, esta doctrina sólo ha podido aparecer en el campo estéril de la filosofía moderna, que pretende evadirse de toda verdadera afirmación o negación, instalándose en un agnosticismo teórico o práctico que irremediablemente conduce al absurdo. Es por este motivo que el liberalismo impera en este tiempo de decadencia y de crisis, cuando "domina", si es que puede decirse así, lo que Vattimo ha llamado el "pensamiento débil". Acierta de pleno Nietzsche cuando dice: "La filosofía reducida a “teoría del conocimiento”, y que ya no es de hecho más que una tímida epojística y doctrina de la abstinencia: una filosofía que no llega más que hasta el umbral y que se prohíbe escrupulosamente el derecho a entrar -ésa es una filosofía que está en las últimas (…) ¡Cómo podría semejante filosofía -dominar!" (Más allá del bien y del mal). La fuerza de Nietzsche está en la negación radical, en la culminación de su filosofía como "Anticristo"; lo mismo que Donoso dice del socialismo, cuya superioridad con respecto al liberalismo es atreverse a hacer esa "negación suprema" y ser consecuente con ella en la práctica. El liberalismo en cambio, negando implícitamente a Dios, no se atreve a ser consecuente hasta el final con sus premisas; es por ello que el "católico" liberal no es en realidad sino un deísta, que niega a Dios la soberanía actual sin negarle la constituyente.

Esta es la filosofía que está a la base del liberalismo, el deísmo racionalista de la Ilustración, en donde Dios es comparado con el relojero que pone en marcha el mecanismo de la creación, que puede entonces funcionar independientemente de Él; y por supuesto, ese dios no sería providente ni tendría cuidado de sus criaturas, ni tampoco sustentaría al mundo ontológicamente. De esta manera se concibe la emancipación de la razón humana de toda verdad teológica, puesto que las criaturas tampoco tienen deberes para con ese dios, impersonal y lejano al hombre. Tampoco hay entonces una religión revelada, ni Cristo puede ser Dios, sino que todas las religiones contienen de manera imperfecta algo de verdad, que la razón autónoma del hombre se encarga de juzgar y depurar, tal como plantea Kant en La religión dentro de los límites de la mera razón. También Hegel, al que se ha llamado teólogo secularizador, habla durante toda su obra del valor meramente simbólico del cristianismo, sometido a la razón y a la filosofía kantiana y reducido a simple moralismo; Hegel acepta en sus escritos de juventud (Religión del pueblo y cristianismo) el valor educativo y la función social de ese "cristianismo" convertido en mito o fábula. De igual modo, muchos liberales que se dicen católicos, aceptan cierta preeminencia para la sociedad de un cristianismo castrado, aunque en la realidad no crean en las verdades de la fe como realidades con derechos plenos para regir todo el organismo social.


El liberal es al fin y al cabo, el que no quiere que Cristo reine en la sociedad, el que, como bien analizaba De Maistre, grita: "¡Dios, déjanos! (...) Queremos destruirlo todo y volverlo a hacer sin Ti. ¡Sal de nuestros consejos, de nuestras academias y de nuestras casas! Nos basta la razón. ¡Déjanos!". El liberal no cree por tanto que Dios sea una realidad fuera de su interioridad, sino más bien un difuso sentimiento que como tal, debe permanecer en la "esfera privada" de los hombres, y esto, porque cada cual tiene su sentimiento y cada cual sus "razones" y su fe. El que pretende ser liberal y católico acaba necesariamente por castrar, como ya hemos visto, su cristianismo, y ya que la razón le sirve para todo menos para buscar a Dios, su religión debe recluirse en otra esfera, que es la de esa intimidad privada.

El liberalismo parte de una falsa concepción de la libertad, desvinculada de la verdad, por lo que niega esa gran sentencia de Cristo, según la cual es la verdad la que nos hace libres. Para el liberal, la libertad está en la opinión, no en la verdad; de ahí que su prédica principal sea la "libertad de pensamiento", la "libertad de expresión" o la "libertad de conciencia". Frente a la vía de la verdad, anclada en el ser, se alza ahora la vía de la opinión, nadando en la apariencia del no-ser, tal como distinguía Parménides, y con él toda la tradición realista clásica occidental.

La sentencia de Nuestro Señor es tan maravillosa en su profundidad y verdad, que nos muestra realmente al Logos divino hablando a los hombres. La verdadera libertad no puede ser la facultad de elegir el bien o el mal, como piensan los liberales, sino que eso es más bien el defecto y debilidad de nuestro libre albedrío, a causa del pecado original. Como dice Santo Tomás, el entendimiento precede a la voluntad, y "a todo movimiento de la voluntad es necesario que le preceda un conocimiento" (Suma Teológica, I, q.83, a. 4), así pues, el acto del libre albedrío que sigue al error y conduce al mal, no es libertad, sino esclavitud de la ignorancia. La verdadera libertad consiste en dirigirse hacia el bien, que en su máxima universalidad es Dios, sin estar determinados por él, así como en elegir los medios que nos conduzcan a dicho fin último, que nos es dado por naturaleza y no puede ser cambiado. En la Libertas Praestantissimum, que condena solemnemente el liberalismo, León XIII lo expresa así: "Escoger entre los medios que conducen no sólo a lo que uno se propone, sino al debido fin".

Frente a esto, el racionalismo idealista, pretende que la libertad es la autonomía moral, tal como lo formula Kant, y que consiste en darnos nuestras propias normas, independientemente de un fin; de ahí la moral del imperativo categórico, del puro deber abstracto frente al imperativo hipotético, que obliga con respecto a un fin. Kant rechaza el imperativo hipotético, precisamente porque supone admitir un fin que es conocido por la racionalidad pura, lo que no encaja en su criticismo antimetafísico. Esto le lleva a hablar de una "insociable sociabilidad" del ser humano, frente a la sociabilidad natural aristotélica, lo que caracteriza en gran medida el pensamiento liberal, puesto que considera que la búsqueda de los fines individuales de cada individuo, e incluso su propio egoísmo, conlleva el buen funcionamiento del Estado. La supuesta libertad individual se convierte en la anulación de la libertad al servicio del Estado todopoderoso, al que sirven los hombres de forma inconsciente. El Estado encarna entonces abstractamente la libertad, puesto que en su seno acoge las distintas opciones individuales, y esto, sumado a la superstición ilustrada del progreso necesario, quiere decir que de esta forma camina el Estado hacia la perfecta libertad, que es el fin último de la Historia.

De aquí se desprende que la pretendida "libertad de pensamiento" del liberalismo es en realidad la esclavitud del pensamiento, el oscurecimiento y la amputación de la verdad, el suicidio de la razón humana, ya que pensar es fundamentalmente conocer y el conocimiento es adecuación del intelecto a la realidad y no pensar en el vacío ni convertirse en instrumentos ciegos al servicio del y del Estado. Chesterton define de la mejor manera y con claridad perfecta todo idealismo racionalista cuando dice: “la locura es, en resumidas cuentas, la razón arrancada a sus raigambres vitales, la razón que opera en el vacío. El hombre que comienza a pensar sin los principios elementales adecuados, ése enloquecerá” (Ortodoxia). Esa es también la locura del liberalismo, la locura de permanecer en el agnosticismo, en la duda, en ese momento de incertidumbre como Pilatos, que se preguntaba estupefacto qué era eso de la verdad.

Sólo existen dos frentes de batalla reales, como bien afirma San Agustín, el de la Ciudad de Dios, cuyos soldados luchan por Cristo y por su reinado social, y el de la Ciudad del hombre, cuyos soldados son los del Anticristo, que luchan contra él con la soberbia y el orgullo de la primera rebelión de Lucifer, que con toda soberbia profirió su Non serviam, conmocionando así toda la creación. Existe un sólo Dios que es Uno y Trino, que es el Ser ("Yo soy el que soy". Ex 3,13-14), la Verdad, el Bien y la Belleza, el cual prevalecerá contra todo mal y contra las huestes infernales, y ante el cual sucumbirán los adoradores de esa falsa trinidad blasfema revolucionaria, de la Ciudad del hombre, "Libertad, Igualdad, Fraternidad", que como toda obra del príncipe de este mundo es una burla y una inversión de lo divino. En definitiva, Cristo nos lo dijo claramente, todo se resume en esto: "Quien no está conmigo, está contra mí" (Lc.11,23)

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